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Siete maneras de acertar con el vino en un restaurante

Se sienta uno a la mesa del restaurante y, de pronto, le colocan al lado un hermoso tomo que contiene los nombres, añadas, procedencias y precios de todas las botellas que guarda el dueño de la casa en su bodega. "¿Tomará vino el señor (o la señora) en la comida?", le preguntan acto seguido. Glubs.
Siete maneras de acertar con el vino en un restaurante

Suponemos que Napoleón debió sentir un escalofrío parecido cuando observó la disposición de las tropas del duque de Wellington sobre el campo de batalla de Waterloo. Desorientación, temblor de piernas, sudores fríos, temor existencial...

Si ya nos cuesta decidirnos entre un bacalao al pil pil y otro a la vizcaína... cómo para ponerse a elegir un vino entre cientos. Tranquilos, no se trata de superar un examen sino de pasar un buen rato al arrimo de una botella. 

Aunque lo más habitual entre los restaurantes de nuestro entorno es que la carta de vinos ocupe un par de hojas (divididas en tintos con algún capítulo para vinos de año, crianzas y reservas; blancos y rosados, champán y cava), la elección no deja de ser un momento delicado. No nos engañemos, uno va a un restaurante a celebrar algo o a darse un homenaje, no a desentrañar el misterio de la piedra Rossetta.

¿Soluciones? Están los que van a tiro fijo. Toman siempre lo mismo. No se equivocan (¡faltaría más!) y, si por casualidad, su vino de cabecera no aparece en la carta, pondrán el grito en el cielo y hasta harán amago de abandonar la mesa. ¿Qué se habrán creído? Es una opción, claro.

Para el resto, para los que asumen que descubrir tiene riesgo y que Colón tropezó con América cuando iba camino de las Indias, pueden venir bien algunos consejos.

Hoy, buena parte de los restaurantes cuelga las existencias de su bodega en la página web del establecimiento. Siempre que se pueda es interesante echarle un vistazo previo, cotejar añadas y hasta precios (hummm, aunque esto último no sé si es muy buena idea), husmear pequeñas joyas y empaparse de las etiquetas. Más que nada por ir prevenido...

Una baza segura y evidente es ponerse en manos de quien nos atiende. Preguntarle sin rodeos por sus recomendaciones. Puede que el restaurante esté dando salida a buen precio a un determinado vino y que suene la flauta. Tampoco hay que tener vergüenza de indicar qué cantidad estamos dispuestos a pagar por una botella. Con la verdad por delante nunca hay problemas. 

Si ha llegado hasta aquí, es indudable que usted posee un evidente gusto por el universo de las viñas. Sabe o intuye quiénes son los grandes y por qué están ahí, encabezando todas las cartas desde hace muchos años. Son como esos amigos del alma... Nunca fallan. Están siempre. Por algo será... No hace falta dar nombres. Es la alineación que usted mismo haría si tuviera que hacer una selección nacional con los mejores. Nunca es mal momento para reencontrarse con ellos. Dése un gusto y mande descorchar un mito. Solo se vive una vez...

Otra indicación con sentido tiene que ver con nuestro gusto. Personal e intrasferible. Como el DNI. Si le apetece un vinito blanco fresco y ligero con el chuletón, adelante. ¿Que no maridan? ¿Y a mí qué? No hay mejor maridaje que nuestra propia satisfacción. A una merluza rebozada le va como anillo al dedo un tinto joven. ¿Y por qué no un cava aunque esté nevando fuera?. Lo que les apetezca. Sin mirar atrás. Sin vergüenza.

¡Ah, las varietales! No, permítanme que les indique que ése no es el mejor camino. “Es que el aroma de la syrah...”, suspirará uno. “Es que donde esté el cabernet sauvignon”, dirá otra. “¡A mí me priva la malbec!”, exclamará un tercero. Todos tienen razón. Pero apuesten mejor por las variedades locales, las nuestras. Y aunque todo esto viene de las uvas, recuerden que el vino lo hacen los bodegueros. Conózcalos, identifíquelos, sígalos. Las marcas son siempre mejor referencia que el nombre de una variedad.

Dicen que los experimentos, con gaseosa... Sin llegar a tanto, les recuerdo que ya están entre nosotros los tintos jóvenes, de la cosecha de 2013, recién salidos de las bodegas riojanas, tan nuestras. Con su puntito de gas carbónico, frescos y frutales, sanos y ligeros. Y muy bien de precio. Denles una oportunidad. Igual que a claretes y rosados. Vinos bonitos, con unos colores que van desde el pétalo de rosa a la cereza picota. Y a unos precios imbatibles.

Y arriesguen, arriesguen de vez en cuando. Atrévanse con ese tinto hecho en los montes de Málaga, con los vinos de Ávila, Cuenca, Alicante o La Mancha, cada vez más redondos; con ese pequeño cosechero que hace cosas distintas, como un lagarto escondido a los pies de Sierra Cantabria, o apoyen a ese iluminado que se juega la vida y el patrimonio recuperando métodos y uvas dadas por desaparecidas. Ellos merecen todo nuestro apoyo. 

Y recuerde que hasta los espíritus más templados han sucumbido alguna vez ante la zozobra de una carta de vinos. Brinde por su éxito. Seguro.

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