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El vino, sangre de cepas

La vid -vitis vinƭfera L- es esa planta trepadora de la familia de las vitƔceas, de flores verdosas en racimos y cuyo fruto es la uva. Asƭ la define, con mƔs detalles, la Real Academia EspaƱola de la Lengua.

Pero la uva, como fruto para la elaboración del vino, es algo mÔs, y tuvo en la antigüedad un papel de primer orden en los aspectos económico, social y religioso, y a tal punto importante que es imposible desligar la cultura mediterrÔnea de la cultura del vino. Su relieve no reside tanto en el producto en sí, como fruto comestible, cuanto en la posibilidad de su jugo de transformarse en vino, que no fue solo un simple complemento de la mesa, sino una bebida de significado social y religioso, un producto preciado en el Próximo Oriente y en el MediterrÔneo, como manifiestan los datos arqueológicos, los ortostatos sacros con escenas de simposia, las pinturas egipcias de sus tumbas, los vasos griegos pintados y numerosos textos escritos en todas las lenguas conocidas de los tres milenios antes de Cristo.
Y lo supieron bien fenicios y griegos, cómo no los romanos, quienes vieron en el vino uno de sus mejores negocios; los primeros iniciando, desde los viñedos de la Bahía gaditana un comercio intenso y próspero por la costa e interior peninsular, y los segundos compitiendo en mercados mediterrÔneos, con los vinos traídos desde sus diferentes regiones productoras.

Es tanta su importancia, tan larga su historia, prolija en evidencias que me ocuparía muchas pÔginas escribir sobre la vid y el vino. En estas líneas sólo lo haré sobre su nacimiento y transformación en ese maravilloso líquido, amarillo o rojizo, que fue la bebida dilecta de monarcas y dioses en copas de oro, como leemos en los textos mÔs antiguos descifrados, desde el cuarto milenio, o en las manifestaciones artísticas de todos los tiempos.

Las muestras mÔs antiguas de este preciado fruto que, junto al olivo, el higo y la palmera datilera, constituyen el grupo mÔs antiguo de los Ôrboles frutales que la horticultura ha desarrollado en el MediterrÔneo, proceden tal vez de las montañas del Tauros -Turquía-, en los cursos altos de los ríos Tigris y Eúfrates, hacia el 9000 antes de Cristo, desde donde se habría propagado por el anchuroso Próximo Oriente y el MediterrÔneo. Y parece seguro que mÔs tarde, entre el 5400 y 5000, en los montes Zagros -Irak-, grandes vasos cerÔmicos embutidos en el suelo de cabañas contenían uvas, sin que sepamos su uso cierto. Evidentes son ya los restos de pepitas carbonizadas halladas en la Jericó bíblica, en el valle del JordÔn, hacia el 3200, o por la misma fecha en asentamientos de la Edad del Cobre de Turquía. A partir de este momento, los restos exhumados denotan un rÔpido crecimiento de la viticultura en el norte del Levante en los comienzos de la Edad del Bronce, según la terminología arqueológica. Un dato de gran interés, en la historia del vino, procede de la superficie interior de una tinaja de gran tamaño del asentamiento de Godin Tepe, en el IrÔn Occidental, que muestra que el vino, elaborado como lo entendemos para el consumo, se produjo en el Próximo Oriente a mediados del milenio III antes de Cristo. Desde este momento, la uva, la uva pasa y el vino se registran con frecuencia en los textos cuneiformes mesopotÔmicos. Es el caso de los hallados en los archivos del fastuoso palacio de Mari, junto al Eúfrates, en los que se detalla el vino importado aquí y a numerosas ciudades babilonias desde Carquemish o Alepo, en Siria. Desde aquí, el consumo del vino, en sus diversas prÔcticas, se extendió hacia Egipto, la cuenca mediterrÔnea y Europa. Ya tenemos al vino en todo su esplendor viajero.
El proceso de elaboración debió ser muy simple en sus comienzos. Para la obtención del mosto, se pisaba la uva depositada en el interior de una cuba, desde la que se vertía el líquido en un contenedor. El mosto se almacenaba en jarras para su fermentación, lo que sucedía en el espacio de unos pocos días. Durante la fermentación, las jarras estaban probablemente destapadas, pero cuando se completaba el proceso era necesario taparlas o transferir el vino a vasos que pudiesen taponarse, para prevenir su transformación en vinagre. Después, a consumirlo, creo que en ocasiones especiales, y a exportarlo, si se le había destinado como producto comercial. Pasado el tiempo, el procedimiento fue mÔs complejo.

Pero ¿cuĆ”ndo podemos hablar de su producción y consumo en la PenĆ­nsula IbĆ©rica?. La vid, en su estado silvestre -es decir, no cultivada para la producción de vino-, se documenta desde el NeolĆ­tico, pero no se puede hablar de una temprana elaboración de este lĆ­quido en nuestra penĆ­nsula. La presencia manifiesta de la vitis vinĆ­fera, segĆŗn los datos que poseemos hasta ahora, se documenta con la llegada de los fenicios a estas costas, en el siglo VIII antes de Cristo. Fueron ellos, con su conocimiento de la viticultura, uso y consumo de siglos, quienes introdujeron esta sangre de cepas, y carecen de valor, hasta el momento, las hipótesis que abogan por su existencia en tiempos previos a la arribada de los colonos fenicios y griegos. Otra cuestión es que este producto llegase ocasionalmente a unos pocos establecimientos autóctonos peninsulares, como productos de intercambio o agasajo, como sugieren los hallazgos micĆ©nicos de Montoro (Córdoba) y Purullena (Granada).

En cuanto a la Bahía gaditana, el Castillo de Doña Blanca ha proporcionado datos relevantes sobre el inicio, producción y consumo del vino en la zona. En uno de las catas efectuadas -Fo.30- se excavaron 19 estratos arqueológicos en los que se recogieron numerosos restos de comidas. Y fue en el mÔs antiguo -nivel 19- donde se hallaron numerosas pepitas de uvas de vitis vinífera, hacia el 725-700 antes de Cristo. MÔs restos, como era previsible, se hallaron en niveles mÔs recientes. Es la fecha mÔs antigua del vino, sangre de cepas, en la Bahía, que perdura por fortuna hasta hoy.
 

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